Un, dos, tres golpes en la puerta. Ernesto estaba salvado. no distinguía do de sol ni tampoco le interesaba mucho saber qué hora era cuando el Sol empezaba a caer. Le encantaba observar la cara que Camila ponía cuando su mamá lloraba extrañando a su padre y la escena final de La vida es bella y ese guiño de ojos entre el chiste y la muerte.
A Ernesto le gustaba querer. Pero a él nadie lo quería. Él siempre me decía que a las personas que quieren con locura, como él, la muerte se les hace la no reciprocidad. Y viven su muerte como el pobre Ernesto que, sin ir más lejos, la vida se le presentaba como la monotonía de abrir la puerta, cerrarla, salir... y a veces hasta volver por un buzo porque afuera es invierno y está fresco.
Pero a él no le importaba. En realidad decía que no le importaba; y un poco hasta se lo creía él mismo.
Entonces las cuatro, las seis, las siete y él en su sofá amarillo tratando de terminar de leer Instrucciones para llorar de Cortázar, pero no puede porque hace años no llora y su mamá que de chiquito le decía que llorar no era asunto de hombres y él que siente que quiere y no quiere aprender.
Luego de un rato, termina quedándose dormido y tiene un sueño que no logra recordar al despertar. Para Ernesto, coleccionista de sueños, no recordar uno es el inicio de un mal día. Y uno de esos días en los que todos se encuentran tomando el café, mate o té del desayuno y se quejan por no querer despertar y se visten desganados y terminan tareas y repasan lecciones y se vuelven a quejar y prenden el noticiero de la mañana y ni hablar si alguno se quema con el agua del té; él se encontraba preguntándose por qué. Y ese, sin dudas, fue uno de los peores errores de la vida de Ernesto. Entonces ese día, ese día en el que todos seguimos puliendo el tedio de la rutina -tedio que a nadie le gusta y obedecemos igual, como si fuera una característica propia del ser humano, como si fuera una parte de nosotros, pero ese es otro tema y hoy ya no hay tiempo para discutirlo porque sino llego tarde- ese mismo día él se sienta en su sillón, agarra su cabeza con fuerza, abre el quinto cajón de su escritorio y saca un revolver empolvado que deja envuelto en una tela.
Lo agarra, deja caer la tela, traga saliva, lo posiciona en su cien y cierra los ojos. Entonces un, dos, tres golpes en la puerta. Tres golpes en la puerta y Ernesto se salva. Se salva porque quién entra soy yo, quién escribe, y hoy no tengo ánimos para ponerle un fin más creativo a su historia.
Pobre Ernesto, quizás le hubiera gustado que alguien preguntara por él en su ausencia, pero todo es muy poco a veces. Él va a ser feliz así, no tengas dudas. Y yo me voy, que llego tarde y Ernesto se está por matar.
Evelyn Reggina.