jueves, 17 de marzo de 2011

Soledad y las historias de una mujer cualquiera

Capítulo II: Un típico Sebastián.

Creo que en la vida de las mujeres no deben de faltar tres tipos de amor fundamentales: el temporal, el imposible (sí, ese que nos tortura el resto de nuestra vida o por lo menos algunos tantos meses) y el que no queremos ver más.
Se llamaba Sebastián. Él trece. Yo catorce. Y en esa época, indudablemente, mis deseos se cumplían rápido.
Se sentaba tres asientos adelante que yo. Era alto, ojos oscuros y pelo negro. Claramente no era el tipo de persona que estaba esperando. Pero con los deseos no se puede especular… y me enamoré. Me enamoré de la persona menos pensada. Pero mi deseo era ese: enamorarme.
Salíamos todos los días a las doce del colegio y nos quedábamos en el quiosco de la esquina. Creo que mi primer beso fue con Sebastián al mes de estar “de novios”. Pero no sentí nada. Desde chica soñando con sapos y príncipes… y no sentí nada. Recuerdo que la inocencia de la época me hizo pensar que Sebastián definitivamente no sería mi príncipe azul. Pero, pobre, él no tenía la culpa de todos nuestros sueños típicos de mujer.
Después de un tiempo me di cuenta de algo muy importante que quizás a esa edad una nena con anteojos como yo, no puede ver de cerca. Los adolescentes no nos enamoramos de una persona, nos enamoramos del amor. No lo hacemos para herir. Lo hacemos porque amar y que nos amen nos sienta tan bien, que no queremos que ese placer se extinga nunca. A esa edad tampoco sabemos (o creería que no queremos saber) que todo se rompe, se quiebra, se estropea y se termina. Y me incluyo… porque soy una eterna adolescente, aunque lo suficientemente madura para mis veinticinco años de edad. Se podría decir que soy una adolescente consciente.
Mi relación con Sebastián duró unos cinco meses y todavía no recuerdo por qué terminó. Lo cierto es que nunca sé quién se olvidó del otro primero. Pero no me dolió. Sólo sé que, un día cualquiera, todas mis expectativas con respecto a él habían terminado. Ya no me servía sentirme querida. Necesitaba algo más. Y si la memoria no me falla… seguramente a él, le pasaba lo mismo. “Los hombres a esa edad no saben reconocer qué les pasa”; me decían mis amigas. Yo, en realidad, creo que no les interesa. Le huyen o le temen a dejar de ser niños.
Puede que Sebastián sea ahora un contador importante o esté estudiando para la carrera que siempre soñó. Puede que tenga el corazón roto, sufra en su departamento de tres ambientes o haya dejado embarazada a una de mis mejores amigas de la secundaria. Pero no lo sé. Y, por algún extraño motivo, no me interesa. Porque Sebastián fue eso… la primer persona que dijo amarme. Pero también; fue un típico y temporal Sebastián.

Evelyn Reggina.

martes, 15 de marzo de 2011

Breves para soñar

Claudia abre y cierra los ojos. Espera. El problema es que todavía no sabe qué. Quizás los otoños fríos serían más felices si ella dejara de llorar a las tres de la mañana. Pero no. Necesita un té. Da vueltas en su cama. Está vacía y tiene frío. El teléfono no suena. Se concentra en los minutos del reloj titilando en rojo. Por fin logra dormir. Las sábanas no la abrazan.
Se levanta y sirve el té. No lo termina.
Sale a la calle y vuelve a sentirse sola entre la multitud. Le molesta el olor a canela y manzana que se percibe en el aire del piso de abajo del departamento. Y cuando ya está en la puerta, un señor de corbata y zapatos la saluda. "Qué rico perfume, soy el vecino nuevo del séptimo C. Buenas tardes". Claudia sonríe con la sonrisa de los que acaban de ganar un premio. "¿Te gusta el té?" Y Claudia ya estaba salvada. Un once de algún mes cualquiera, en invierno; justo cuando los chocolates se van acabando, el reloj de Claudia dejaba de esperar.
A veces se necesita Soledad para que los detalles nos traigan grandes cosas... y se lleven cantidades industriales de té entre algunos besos.

Evelyn Reggina.