viernes, 25 de febrero de 2011

Soledad y las historias de una mujer cualquiera

Capítulo I: Soledad.

Mi nombre es Soledad. No sé bien en realidad cuándo empece a llamarme así.
A veces no me gusta el ruido que hace la aguja cuando cae al piso y juego a las escondidas con las palabras.
Si me preguntan por qué la oscuridad me asusta, no sabría responder. Pero sospecho que no soy la única.
Cuando todo el mundo duerme, me gusta susurrar las palabras cursis que jamás escuchaste.
No soy una mujer de la cual puedas enamorarte perdidamente, pero creo que para sentirse acompañado soy bastante buena.
Si buscás en mis zapatos, vas a encontrar más de un paso mal dado. Supongo nadie puede juzgarme por eso, ¿no?
Cuando era más chica me preguntaba de dónde salían las frases. Todos me respondían que de la cabeza. La realidad es que el día de hoy sigo cuestionándome lo mismo. Sí, ya sé que salen de la cabeza. Pero esa no es la respuesta que espero. De todas formas, algún día va a llegar. Todas las respuestas algún día llegan.
No creo en los extraterrestres. No tengo ningún tipo de alergia y odio rellenar formularios. Mi golosina favorita son los chocolates y cuando me preguntan cuál es mi color favorito, digo que es el rojo. En realidad es el amarillo. Pero les miento… Si alguno de ellos me dice: “¿El rojo? Tenías cara de que te gustaba el naranja, o el amarillo”, entonces sé que algo me conoce. Pero por lo general, siguen con la conversación y ni recuerdan el color. Más del noventa por ciento de la sociedad elige el color rojo como predilecto. Ah, sí, también me gusta muchísimo hablar con porcentajes y el helado de dulce de leche granizado.
De chiquita, mamá me hacía dos trenzas para ir al colegio. Soy una más de las tantas nenas a las que no sólo discriminaron por las trencitas perfectamente peinadas sino además por los cuántos kilos de más que llevaba encima.
Pero éramos chicos. No lo podíamos entender. Y mamá decía: “No les hagas caso, Sole. Vos sos hermosa y los chicos son muy crueles… muy crueles”. Y su crueldad me valía horas y horas de llanto atrás del espejo. Pero estuvo bien por ser eso a lo que llaman infancia.
En ese tiempo descubrí que me empezaba a gustar llorar. Y lo hacía muy a menudo. Pero nunca en público.
Nunca tuve mejores amigas. Sólo una que no llegó a serlo… porque se cambió de colegio justo cuando empezábamos a llevarnos bien. No es que estuve sola toda mi infancia y pre-adolescencia, pero se puede decir que tal vez era un poco… ¿carente de compañía?
Sé que inconscientemente, quiera o no, voy a estar escribiendo la historia de más de una persona en estas letras. Pero es mi realidad. Y puede ser tuya también.
Tenía un peluche que no tenía nombre. Pero a veces, sólo a veces, me ayudaba a contener el llanto.
A los trece años, cuando soplé doce velitas y una algo apagada que no llegaba ni a dar luz ni a ser vela, mamá me dijo que pidiera tres deseos. De los cuáles tres; sólo pedí uno. Enamorarme.
Papá solía decir que enamorarse era una elección. Lo único que deseaba yo es que esa elección llegara lo más rápido posible. Todavía no sé bien por qué, pero lo más rápido posible estaba bien para mí. Y llegó. Me enamoré. Y hubiera querido no haberlo deseado jamás.
Aunque sin ese deseo, no tendría hoy ninguna historia que contar. Y sabemos bien que si todo se trata de amor, es por un sólo motivo: a todos nos encantan las historias color rosa. Y la mía, para ser sincera, empieza más bien gris…

Evelyn Reggina.

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