jueves, 10 de noviembre de 2011

El tiempo (casi detenido)

La una de la tarde perpleja en el reloj;
gotas erróneas que escupe a tiempo la canilla,
el tiempo casi detenido
y la mirada se turbó con el intento.

Casi innumerables palabras sin destinatario,
el ruido del reloj que anuncia las dos,
el tiempo casi detenido
se deja escapar entre el gris de algún sofá.

Los segundos que esculpen las agujas
en el perfume transparente de su soledad
el tiempo casi detenido
y ella que se esfuerza en su sofá.

Se esfuerza pero no podrá recordar
el brillo dulce de sus ojos al partir
y el tiempo casi detenido
le anunciará que ya es hora de despertar.

Evelyn Reggina.

martes, 23 de agosto de 2011

Mañana

Un, dos, tres golpes en la puerta. Ernesto estaba salvado. no distinguía do de sol ni tampoco le interesaba mucho saber qué hora era cuando el Sol empezaba a caer. Le encantaba observar la cara que Camila ponía cuando su mamá lloraba extrañando a su padre y la escena final de La vida es bella y ese guiño de ojos entre el chiste y la muerte.
A Ernesto le gustaba querer. Pero a él nadie lo quería. Él siempre me decía que a las personas que quieren con locura, como él, la muerte se les hace la no reciprocidad. Y viven su muerte como el pobre Ernesto que, sin ir más lejos, la vida se le presentaba como la monotonía de abrir la puerta, cerrarla, salir... y a veces hasta volver por un buzo porque afuera es invierno y está fresco.
Pero a él no le importaba. En realidad decía que no le importaba; y un poco hasta se lo creía él mismo.
Entonces las cuatro, las seis, las siete y él en su sofá amarillo tratando de terminar de leer Instrucciones para llorar de Cortázar, pero no puede porque hace años no llora y su mamá que de chiquito le decía que llorar no era asunto de hombres y él que siente que quiere y no quiere aprender.
Luego de un rato, termina quedándose dormido y tiene un sueño que no logra recordar al despertar. Para Ernesto, coleccionista de sueños, no recordar uno es el inicio de un mal día. Y uno de esos días en los que todos se encuentran tomando el café, mate o té del desayuno y se quejan por no querer despertar y se visten desganados y terminan tareas y repasan lecciones y se vuelven a quejar y prenden el noticiero de la mañana y ni hablar si alguno se quema con el agua del té; él se encontraba preguntándose por qué. Y ese, sin dudas, fue uno de los peores errores de la vida de Ernesto. Entonces ese día, ese día en el que todos seguimos puliendo el tedio de la rutina -tedio que a nadie le gusta y obedecemos igual, como si fuera una característica propia del ser humano, como si fuera una parte de nosotros, pero ese es otro tema y hoy ya no hay tiempo para discutirlo porque sino llego tarde- ese mismo día él se sienta en su sillón, agarra su cabeza con fuerza, abre el quinto cajón de su escritorio y saca un revolver empolvado que deja envuelto en una tela.
Lo agarra, deja caer la tela, traga saliva, lo posiciona en su cien y cierra los ojos. Entonces un, dos, tres golpes en la puerta. Tres golpes en la puerta y Ernesto se salva. Se salva porque quién entra soy yo, quién escribe, y hoy no tengo ánimos para ponerle un fin más creativo a su historia.
Pobre Ernesto, quizás le hubiera gustado que alguien preguntara por él en su ausencia, pero todo es muy poco a veces. Él va a ser feliz así, no tengas dudas. Y yo me voy, que llego tarde y Ernesto se está por matar.

Evelyn Reggina.

martes, 24 de mayo de 2011

Mrs. Poppy y sus andanzas

Tranquila, Mrs. Poppy, a todos nos pasa

En la profundidad de sus horas, Mrs. Poppy busca una respuesta y se sienta a escribir.
"La respuesta al por qué tal malestar cuando cae la noche. ¿Por qué los segundos pálidos, llenos de miedo, todavía no se pueden dormir? ¿Por qué ese sentirse aferrado al pasado? ¿Por qué ese nudo en la garganta, esa respiración maligna, ese insoportable silencio?
¿Por qué la clara sensación de vacío en el pecho, el ir y venir de las sábanas, las gotas de llanto hijas de la desesperación? ¿Por qué ese no saber a dónde ir y de dónde se es? ¿Por qué si me porto bien Papá Noel no existe y la reciprocidad murió hace rato? ¿Por qué este esperar -vaya uno a saber qué- entre el tedio de las horas diarias? ¿Por qué tanta oscuridad incomprendida, solitaria, agarrándome la mano y perdiéndome entre la multitud? ¿Por qué, realmente quiero saber por qué tanta multitud transparente (por no decir invisible) haciéndonos creer que existen? ¿Por qué el deseo de apagar la mente y que esa máquina ubicada ahí deje su bullicio? ¿Por qué tanta ida y vuelta de recuerdo de infante que uno no sabe si se escribió igual o la memoria le falla? ¿Por qué entonces, repito, tanta oscuridad incomprendida? ¿Por qué la melancolía tiñéndose en la esencia, llevándose el color?
Pero lo que más deseo saber es por qué... ¿Por qué este escribir para sentirme un poco menos sola, para que mis palabras hagan menos ruido adentro, para que el sueño me gane por cansancio? Quizás sea preciso entregarme a la sencillez de siempre y que la oscuridad me acompañe y que el sueño me gane por cansancio y hasta soñar con multitudes invisibles para despertar con un nudo en la garganta y el sol de la mañana lo alivie con su rutina para que sean las diez de la noche y yo vuelva a hacerme preguntas que me cansen y me hagan dormir a veces llorando, desesperada, perdiéndome en el sonido de mi respiración cada vez más costosa y ese nudo en el pecho que sólo se alivia..." Y hace una pausa. "A veces, hay cosas que no se alivian con nada"; se la escucha decir resignada, en voz bajita.
"Pedido número veintiséis de que alguien, quién sea, se quede al lado mío para poder dormir": titula su texto. Agarra su osito de peluche, lo abraza y cierra los ojos. Pero, cuando las cámaras se apagan, da un par de vueltas en su cama y se la oye llorar por lo bajo... es que, ya se sabe, hay realidades populares que ni las cámaras quieren ver. Tranquila, Mrs. Poppy, a todos nos pasó alguna vez...

Evelyn Reggina.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Mrs. Poppy y sus andanzas

Mrs. Poppy y algún título que dé miedo.

Eran más o menos las tres de la mañana cuando sonó el timbre de la casa de Mrs. Poppy. Pero nadie contestó. Se escuchaba sonar el teléfono... pero tampco lo contestaban. Manchas rojas invadían las paredes blancas... mientras que el jazz de fondo que se repetía no dejaba de aturdir el ambiente.
La puerta trasera estaba abierta; había sido violada. Y la oscuridad de la madrugada no daba respuestas sobre el criminal que había atacado la casa de Mrs. Poppy. El televisor se enciende y se apaga dos veces, pero las imágenes son poco claras. En la cocina se distingue el desorden de alguien que entró a buscar algo. Más rojo en el piso. Los cuadros de la pared anuncian la presencia del poco disimulado, probablemente persona nerviosa que no se dio cuenta de que los había ido arrojando al suelo con un fuerte roce de brazo.
En las escaleras hay un gaván que no pertenece a Mrs. Poppy. De repente; la música para. Se escuchan pasos, cada vez más rápidos. Se abre la puerta. Mrs. Poppy está en la cama, tapada hasta la cabeza con sus sábanas azules. Tiembla de miedo. El asesino dispuesto a atacar y...
Y de repente despierta. Abraza su peluche, se sienta asustada en su cama, mira para todos lados y le dice a la cámara 1: "Definitivamente... no más películas de terror antes de dormir".
Luego aparece un cartel de The End, las luces que se apagan, las cámaras que ya no filman, ¿y ella? Ella sigue sin poder dormir...

Evelyn Reggina.

Para conocer más a Mrs. Poppy:

domingo, 1 de mayo de 2011

Soledad y las historias de una mujer cualquiera

Capítulo III: Benjamín.

Quizás si hubiera callado cinco minutos más hoy estarías acá... relatándome tonterías, cantándome otras; o simplemente callando a mi lado. Pero no. ¿Será por eso que no te gustaba mi nombre?
La Soledad se vuelve el peor enemigo de alguien en invierno. El peor enemigo si aún extrañás el perfume natural de alguien, si aún necesitas chocolate para poder sonreír y si cualquier cosa te hace llorar.
"Eran tiempos difíciles", dijiste. Pero mis tiempos son más difíciles sin vos. Y todavía no estás.

No sé bien por qué pero todas las luces de Buenos Aires se fueron apagando. Y yo me apagaba con ellas. Uno de esos días me pareció verte cerca del último bar donde te vi cantar. Pero no. Todavía no sé bien si eras vos o era yo la que estaba equivocada... pero puedo recordar que en esa época no te gustaban las frases cliché excepto una: "Nada es para siempre". Y hoy... hoy es esa maldita frase la que termina de destruirme. Ya no me queda nada más que una carta y un encendedor que te pertenece, pero la carta nunca termina de convencerme; y el encendedor... El encendedor lo necesito para alumbrar la oscuridad que soy sin Vos (o para tener algo que nunca me haga olvidar que un día fuimos luz).

Se llamaba Benjamín, tomaba té y no le gustaba el café. Se llamaba Benjamín y sólo usaba medias de color azul. Se llamaba Benjamín, pero olía a olvido. Y me olvidó...

Evelyn Reggina.

jueves, 17 de marzo de 2011

Soledad y las historias de una mujer cualquiera

Capítulo II: Un típico Sebastián.

Creo que en la vida de las mujeres no deben de faltar tres tipos de amor fundamentales: el temporal, el imposible (sí, ese que nos tortura el resto de nuestra vida o por lo menos algunos tantos meses) y el que no queremos ver más.
Se llamaba Sebastián. Él trece. Yo catorce. Y en esa época, indudablemente, mis deseos se cumplían rápido.
Se sentaba tres asientos adelante que yo. Era alto, ojos oscuros y pelo negro. Claramente no era el tipo de persona que estaba esperando. Pero con los deseos no se puede especular… y me enamoré. Me enamoré de la persona menos pensada. Pero mi deseo era ese: enamorarme.
Salíamos todos los días a las doce del colegio y nos quedábamos en el quiosco de la esquina. Creo que mi primer beso fue con Sebastián al mes de estar “de novios”. Pero no sentí nada. Desde chica soñando con sapos y príncipes… y no sentí nada. Recuerdo que la inocencia de la época me hizo pensar que Sebastián definitivamente no sería mi príncipe azul. Pero, pobre, él no tenía la culpa de todos nuestros sueños típicos de mujer.
Después de un tiempo me di cuenta de algo muy importante que quizás a esa edad una nena con anteojos como yo, no puede ver de cerca. Los adolescentes no nos enamoramos de una persona, nos enamoramos del amor. No lo hacemos para herir. Lo hacemos porque amar y que nos amen nos sienta tan bien, que no queremos que ese placer se extinga nunca. A esa edad tampoco sabemos (o creería que no queremos saber) que todo se rompe, se quiebra, se estropea y se termina. Y me incluyo… porque soy una eterna adolescente, aunque lo suficientemente madura para mis veinticinco años de edad. Se podría decir que soy una adolescente consciente.
Mi relación con Sebastián duró unos cinco meses y todavía no recuerdo por qué terminó. Lo cierto es que nunca sé quién se olvidó del otro primero. Pero no me dolió. Sólo sé que, un día cualquiera, todas mis expectativas con respecto a él habían terminado. Ya no me servía sentirme querida. Necesitaba algo más. Y si la memoria no me falla… seguramente a él, le pasaba lo mismo. “Los hombres a esa edad no saben reconocer qué les pasa”; me decían mis amigas. Yo, en realidad, creo que no les interesa. Le huyen o le temen a dejar de ser niños.
Puede que Sebastián sea ahora un contador importante o esté estudiando para la carrera que siempre soñó. Puede que tenga el corazón roto, sufra en su departamento de tres ambientes o haya dejado embarazada a una de mis mejores amigas de la secundaria. Pero no lo sé. Y, por algún extraño motivo, no me interesa. Porque Sebastián fue eso… la primer persona que dijo amarme. Pero también; fue un típico y temporal Sebastián.

Evelyn Reggina.

martes, 15 de marzo de 2011

Breves para soñar

Claudia abre y cierra los ojos. Espera. El problema es que todavía no sabe qué. Quizás los otoños fríos serían más felices si ella dejara de llorar a las tres de la mañana. Pero no. Necesita un té. Da vueltas en su cama. Está vacía y tiene frío. El teléfono no suena. Se concentra en los minutos del reloj titilando en rojo. Por fin logra dormir. Las sábanas no la abrazan.
Se levanta y sirve el té. No lo termina.
Sale a la calle y vuelve a sentirse sola entre la multitud. Le molesta el olor a canela y manzana que se percibe en el aire del piso de abajo del departamento. Y cuando ya está en la puerta, un señor de corbata y zapatos la saluda. "Qué rico perfume, soy el vecino nuevo del séptimo C. Buenas tardes". Claudia sonríe con la sonrisa de los que acaban de ganar un premio. "¿Te gusta el té?" Y Claudia ya estaba salvada. Un once de algún mes cualquiera, en invierno; justo cuando los chocolates se van acabando, el reloj de Claudia dejaba de esperar.
A veces se necesita Soledad para que los detalles nos traigan grandes cosas... y se lleven cantidades industriales de té entre algunos besos.

Evelyn Reggina.

viernes, 25 de febrero de 2011

Soledad y las historias de una mujer cualquiera

Capítulo I: Soledad.

Mi nombre es Soledad. No sé bien en realidad cuándo empece a llamarme así.
A veces no me gusta el ruido que hace la aguja cuando cae al piso y juego a las escondidas con las palabras.
Si me preguntan por qué la oscuridad me asusta, no sabría responder. Pero sospecho que no soy la única.
Cuando todo el mundo duerme, me gusta susurrar las palabras cursis que jamás escuchaste.
No soy una mujer de la cual puedas enamorarte perdidamente, pero creo que para sentirse acompañado soy bastante buena.
Si buscás en mis zapatos, vas a encontrar más de un paso mal dado. Supongo nadie puede juzgarme por eso, ¿no?
Cuando era más chica me preguntaba de dónde salían las frases. Todos me respondían que de la cabeza. La realidad es que el día de hoy sigo cuestionándome lo mismo. Sí, ya sé que salen de la cabeza. Pero esa no es la respuesta que espero. De todas formas, algún día va a llegar. Todas las respuestas algún día llegan.
No creo en los extraterrestres. No tengo ningún tipo de alergia y odio rellenar formularios. Mi golosina favorita son los chocolates y cuando me preguntan cuál es mi color favorito, digo que es el rojo. En realidad es el amarillo. Pero les miento… Si alguno de ellos me dice: “¿El rojo? Tenías cara de que te gustaba el naranja, o el amarillo”, entonces sé que algo me conoce. Pero por lo general, siguen con la conversación y ni recuerdan el color. Más del noventa por ciento de la sociedad elige el color rojo como predilecto. Ah, sí, también me gusta muchísimo hablar con porcentajes y el helado de dulce de leche granizado.
De chiquita, mamá me hacía dos trenzas para ir al colegio. Soy una más de las tantas nenas a las que no sólo discriminaron por las trencitas perfectamente peinadas sino además por los cuántos kilos de más que llevaba encima.
Pero éramos chicos. No lo podíamos entender. Y mamá decía: “No les hagas caso, Sole. Vos sos hermosa y los chicos son muy crueles… muy crueles”. Y su crueldad me valía horas y horas de llanto atrás del espejo. Pero estuvo bien por ser eso a lo que llaman infancia.
En ese tiempo descubrí que me empezaba a gustar llorar. Y lo hacía muy a menudo. Pero nunca en público.
Nunca tuve mejores amigas. Sólo una que no llegó a serlo… porque se cambió de colegio justo cuando empezábamos a llevarnos bien. No es que estuve sola toda mi infancia y pre-adolescencia, pero se puede decir que tal vez era un poco… ¿carente de compañía?
Sé que inconscientemente, quiera o no, voy a estar escribiendo la historia de más de una persona en estas letras. Pero es mi realidad. Y puede ser tuya también.
Tenía un peluche que no tenía nombre. Pero a veces, sólo a veces, me ayudaba a contener el llanto.
A los trece años, cuando soplé doce velitas y una algo apagada que no llegaba ni a dar luz ni a ser vela, mamá me dijo que pidiera tres deseos. De los cuáles tres; sólo pedí uno. Enamorarme.
Papá solía decir que enamorarse era una elección. Lo único que deseaba yo es que esa elección llegara lo más rápido posible. Todavía no sé bien por qué, pero lo más rápido posible estaba bien para mí. Y llegó. Me enamoré. Y hubiera querido no haberlo deseado jamás.
Aunque sin ese deseo, no tendría hoy ninguna historia que contar. Y sabemos bien que si todo se trata de amor, es por un sólo motivo: a todos nos encantan las historias color rosa. Y la mía, para ser sincera, empieza más bien gris…

Evelyn Reggina.

viernes, 11 de febrero de 2011

El destino.

¿Cuál es el momento exacto en el que descubrís que todos tus sueños con una persona son una mentira? A Estefanía le encantaba delirar con esos asuntos. Ella siempre tan liviana de pecados, tan inocente. Los rasgos de su cara lo decían todo. La profundidad de sus pómulos, la redondez de sus ojos -y la luz que estos emitían cuando yo te hablaba de formar una familia-, la pequeñez de tu nariz... En vos había encontrado la perfección.
Es temible el simple hecho de imaginarme en mi casa tranquilo, soltero, leyendo el diario de un domingo -quizás siempre esperando- y de repente verme acá, en tu casa: vos que en semanas hiciste que mi vida tuviera algún sentido y que ahora estás justo en frente mío: hablando de miles de cosas que quiero pero no puedo escuchar.
¿Por qué, Estefanía? ¡Explicame por qué! Podríamos haberlo tenido todo; la casa, el perro, el auto rojo con el que soñabas... pero no.
Y mi historia comenzaría más o menos conmigo en una ciudad de París, sentado en una cama de hotel -al borde del llanto- preguntándome por qué Cassandra había esperado tanto para dejarme por otro tipo en el medio de la nada. Pero un paisaje tan hermoso no merecía ser desperdiciado por la vista nublada de lágrimas, entonces uno se esfuerza y por fin logra ver con claridad las cosas que sólo un alma carente de compañía puede apreciar.
Claro está que mi problema empieza a hilarse al llegar a la ciudad de Cipolletti, en Río Negro, donde poseía un departamento bastante cómodo para tres personas -pero una bestialidad para dos-, algo desordenado y con una vista directa hacia el parque en donde en ese preciso momento (cuando uno llega desconcertado y lo primero que hace es acercarse a la ventana y buscar respuestas), mi memoria puede recordar a un asiento, las flores y una pareja amándose en plena luz de tarde. Podrán imaginarse qué pasó por mi cabeza. En dónde estaría Cassandra; el amor de mi vida, persona de la cual me creía completamente enamorado, la misma que me había abandonado en un hotel de Francia sin decir palabra alguna -y ahí es cuando uno no enumera más y se lamenta de haber mirado por la ventana-.

Entonces, entre perdido y resuelto, entre orgullo y resentimiento, tenés que encontrar algo por lo que vivir.

Todavía creo recordar lo triste de comer solo en una mesa de dos sillas, el caos que habitaba mi apartamento y, por supuesto, las pocas ganas de salir a ver el Sol. En esos tiempos, sólo me acompañaba mi atado de Philiph Morris y a veces, si estaba de ánimo, me esforzaba por recalentar las sobras del mediodía y cenar en el balcón.
No tenía trabajo, no tenía plata, no tenía sentido. Ni siquiera algún amigo que te vuelve a llamar después de mucho tiempo. Nada. ¿Vos sabés lo triste que es que en un mes no te llame nadie para preguntarte cómo estás? Nadie. Ni siquiera mi mamá llamaba.
Hasta que Jorge, el chico de los diarios por la mañana, me recomendó un trabajo en Buenos Aires. Por el hospedaje no me iba a hacer problema, porque desde que Valeria -mi hermana menor- se había ido a estudiar a Capital, mis padres se habían mudado allá: un poco para conocer y otro poco para cambiar de aire.
El problema era la plata para el pasaje. Y no me quedó otra que recurrir a la familia si me quería ir rápido. Así que un par de llamados y ya estaba viajando a Buenos Aires.
El trabajo no era la gran cosa. A la mañana atendía el teléfono y hacía algunos mandaditos y a la tarde me encargaba de organizar los eventos de la empresa. Pero estaba bien. Toda mi vida había soñado con ser pintor (y según conocidos, me iba bastante bien en el asunto), pero nunca se me había dado una oportunidad cierta, fehaciente, concreta... Cassandra era la única que podía alimentar mis sueños. Pero mi mente ya no estaba en ella. Ahora me preocupaba por encajar a la perfección. Ah, sí, siempre quise encajar a la perfección. Es un defecto con mezcla de virtud; yo creo que tengo que ser el mejor en todo lo que hago. No importa que sea mínimo. Tengo que bordear la perfección, olerla, sentirla... casi alcanzarla.
Los primeros días de trabajo fueron tranquilos. No tenía mucho qué hacer y me dedicaba a apreciar la mala cara de mi jefe de nueve a ocho de la noche. Él era una de esas personas detestables, que te gustaría tener un poco más lejos que a los demás.
Ya sentía yo su placer cuando tenías un mínimo, aseguro que mínimo, error en cualquier trabajito de turno que te esforzabas por cumplir.
Hasta que un día, vaya a saber uno por qué, me colocaron en la misma oficina que otra mujer. Más o menos de mi edad.
El trabajo era sencillo: teníamos que trabajar en grupos, encargarnos de supervisar la empresa; nada del otro mundo.
Lo recuerdo con claridad: yo tocaba para entrar, vos esperabas a que yo llegara. La ternura de tus rasgos, el pelo largo que caía y bordeaba tu cintura, los labios pintados de rojo y vestida de trabajo. ¿Cómo podría haberme resistido?
Claro que sí. Se llamaba Estefanía. Y en unos segundos me hizo ver el Cielo. Se acercó, pronunció palabras inmemorables y luego se fue. La imagen de su parte de atrás yéndose, la puerta cerrando y mis ojos todavía sin creer tan exacta nitidez celestial.
Quizás aquel amor a primera vista no era más que el deseo de refugiarme de una vez por todas en un cuerpo que no fuera Cassandra. Alguien que fuera Alma, que sintiera, que caminara, que amara... alguien que pudiera devolverme todo eso que, en alguna ventana que no da a cualquier parque, hallaba aún perdido.
Pero el destino es cruel y quiso que los dos nos mezcláramos. Estefanía se movía como ninguna. Todavía no sé bien si era su manera de moverse o el deseo que generaban en mí cada una de sus miradas, pero con ella conseguí los gritos más altos del placer.
No recuerdo cómo, pero esa misma noche terminé en su departamento. Bien amoblado, cama matrimonial; sirvió algo para tomar y al toque nomás se desvistió. No era una mujer demasiado voluptuosa, pero la transparencia de su piel la hacía perfecta. Encendió la radio, volumen cinco, apagó la luz... y empezamos a soñar. Es mágico adaptarse a la suavidad de una nueva boca, a la cavidad, al calor y la suavidad de una piel diferente. Estefanía era mágica. Y nuestros encuentros cada vez menos esporádicos. Puedo decir que comencé a quererla mucho. Tanto que amaba cada parte de su cuerpo. Y por consiguiente, la amaba a ella. Su sonrisa, los gestos que su cara transformaba en un “por favor”, el brillo que sus ojos tenían cuando no podía mentir... y al fin y al cabo, resultó ser una mentira. Una malvada pero deliciosa mentira.
Ella y yo empezamos a salir un once de noviembre. Ese día llovía. Terminamos en mi departamento. Me levanté un poco más temprano de lo normal. La observé dormir. El reflejo de la luz le daba justo en la mejilla. Fumé un cigarrillo. Me acerqué a la ventana; no existía mayor felicidad para mí que tener a esa mujer durmiendo en mi cama, enredada a mis sábanas, mezclándose con mi perfume. Ese día creí que ella iba a ser mía siempre. Pero el destino es destino y ni yo ni vos podemos poseer a nadie.
La fantasía duró un año y medio. Podría decir que fue el año y medio más feliz de mi vida, pero nunca me gustó exagerar la verdad.
Entonces una tarde de Soledad sonó el teléfono. Era su voz. “Mañana tenemos que hablar”. Y hoy es mañana. Estamos en tu casa. Vos creés que te estoy escuchando. Pero no. Me bastó escuchar las primeras palabras que tu boca pronunció para saber que mi vida es una mentira. ¿Cómo no lo pude entender antes? ¿Cómo no pude ver que Estefanía era casada, tenía dos hijos y una casa de vacaciones en Mar del Plata? No sé de quién es el departamento en el que estoy ahora sentado. No sé qué es lo que ella me está diciendo. O lo que en realidad, quiere decir y no puede, porque de repente la veo llorar. Pero no puedo concentrarme. Todavía no logro entenderlo. No logran salir de mí las palabras, ni siquiera las más sucias o pacíficas.
Ella se sienta. Sus ojos no me ven. Los míos creen tampoco mirarla. Entonces no digo nada. Sí, Estefanía es casada. Tiene dos hijos, una casa en Mar del Plata. Seguramente le guste el mar. Quizás tiene un perro, muchas expensas y noches de lujuria con su marido y otros tantos maridos más. No, Estefanía ya no es mía. Sí, sí, me duele.
Y de repente mi cabeza deja de conversar y no sé bien si soy yo el que se levanta o alguien más dentro de mí. Pero abro la puerta, ni siquiera la miro y me voy. Huyo como quién huye de sus propios sueños.
El viaje a mi casa fue por total inercia. No entendía a dónde iba ni qué hacía. Sólo caminaba. Mis ideas no querían ya pensar... y yo caminaba aunque quería morir.
Entonces llegué a mi departamento. Miré por esa ventana; pero no había nadie. Caí en el sillón. Y lloré. Lloré como nunca antes. Lloré los huesos, lloré mentiras, lloré los besos que nunca me pertenecieron. Lloré las pieles, las sábanas, lloré su ropa interior. Lloré a Cassandra, lloré mis heridas, lloré mi autoestima. Lloré.
Lloré hasta que sonó la puerta. Quizás sea Estefanía arrepentida... quizás sea Cassandra arrepentida, o quizás es solamente algún vecino que no puede dormir. Pero el destino suena a toc toc y sabe a crueldad. El destino es cruel e incierto. ¿Y yo? Yo no vuelvo a abrirle la puerta.


Evelyn Reggina.

miércoles, 26 de enero de 2011

Está tan mal.

Está bien. Al fin y al cabo siempre es lo mismo. Es un poco más de ese ir y venir y fijarme si estás en ese rincón de mi corazón donde a veces te encuentro. Es llorar un rato, buscarte, buscar el dolor de extrañarte, para traerte de nuevo acá y que no estés. Y es que me vuelve a encantar toda esa manera de ser que no reconozco, porque ya pasó el tiempo y sigo inventándote. Porque ya paso el tiempo y sigo pensando que en donde estés, quizás alguna de las cosas que te deje, te hagan acordar a mí. Y después un poco me hace sufrir la voz que me susurra que no al oído.
No entiendo por qué le pusimos nombre a las cosas. Y es que a veces, es la vida la que me va perdiendo en ese mar que a veces es color y otras veces sólo sal. Es que a veces creo que si no le hubiera puesto un nombre, quizá no te hubieras ido. Pero las culpas no están para regalarlas. ¿Y yo dónde estoy? Estoy acá, quizás mucho más lejos de donde me dejaste… y aunque hayan pasado tres años sigo sintiendo tus dedos en mi espalda, tu voz esperando no dejar de hacerme reír nunca y algún que otro susurro de piedad.
A veces no tenías ganas de escuchar. Y yo entonces hablaba, hablaba mucho. Hablaba de todo eso que sabía que nunca ibas a recordar. Lo hacía porque esperaba que algún día lo recuerdes. Porque esperaba que algún día pudieras recordar las veces que dije que todavía te quería casi en silencio, pero no quisiste escuchar. Y entonces no sirvieron de nada. Y te fuiste, abriste la puerta y te fuiste. Como quién sale de un lugar sin haber sentido dolor. Y a mí me dijeron que para salir de algo, tenés que hacerlo de la misma manera en la que entraste. Pero yo no me acuerdo cómo entré en vos. Y quizás sea por eso, simplemente por eso, que todavía no puedo salir. Entonces febrero te nombra más que nunca, los pájaros se alejan porque no estamos juntos y hay días –días indeseables- que te veo en cada esquina y quiero correr para que vuelvas a decir mi nombre una vez más. Pero no. Al menos, no por ahora. “Creer, creer con fuerza y lo vas a tener”. Pero al fin y al cabo es siempre lo mismo… sé que estás, porque desde que te fuiste no dejaste de estar. Pero leo tus letras, letras en papel ya gastado y amarillento, y es entonces cuando una o dos lágrimas se escapan. Pero está bien. Está bien porque así las canciones casi siempre hablan de vos, porque el calendario no es el mismo cuando es tu cumpleaños, porque la lluvia llora más fuerte y hasta los perfumes a veces huelen a exagerados. Está bien porque nada dura para siempre…y vos no me lo enseñaste, tuve que aprenderlo sola. Está bien porque todo rima con tus números, porque las calles se complotan para recordarte, porque estás escondido en mi sonrisa. Está tan bien que es detestable. Está tan bien que la espera se hace interminable y duele, dolés. Está tan pero tan bien que hay días que tu voz se pierde entre los miles de recuerdos de recuerdos que tengo de vos… y sólo me quedan las frases escritas en servilletas de papel, pero ya no gritan nada. Está tan bien que es un día más en el que quiero despertarme sabiendo que de alguna manera estás cerca de mí y que puedo adueñarme de tu boca unos minutos cuando me haga falta amor. Está bien, sí, muy bien…porque al fin y al cabo: siempre es lo mismo.


Evelyn Reggina.

sábado, 22 de enero de 2011

Corto y conciso

Apagó su cigarrillo. Se dedicó a esperar que las agujas del reloj llegaran a cuatro y media. Ya casi. Por fin llegan. El tiempo pasa. Se levanta, busca algo con la vista: no encuentra más. Sale con miedo. Mira para los dos lados. Nadie.
Se desespera. Sube al auto. Golpea su cabeza contra el volante. No entiende. Quiere, pero no puede entender. Arranca a toda velocidad. Llega a su casa. Arroja todos los objetos de una mesa al suelo, con ira. Observa todos los pedazos de material en el piso. Ve el papel que lo había citado minutos antes. "4.30 en Café Le Mort". Sus ojos se llenaron de lágrimas. Ve borroso.
Al recuperar la claridad descubre que se habría equivocado de dirección. No lo puede creer. Abre grande sus ojos. Corre al auto. Llega al Café correcto. La ve. La ve de espaldas. La ve yéndose. Se paraliza... Otra vez el destino los habría perdido.

Evelyn Reggina.

martes, 11 de enero de 2011

Todavía no encontraron título

Eran aproximadamente las nueve de la noche. Hace unos seis meses ellos no podían disfrutar del placer de verse, de tocarse, de sentirse. Corazones rotos. A decir verdad sí, estaban muy rotos. Pero creían no necesitarse, creían no amarse... ¡si hasta creían no atraerse! La historia se repetía una vez más. Ellos siempre se separaban, por alguna extraña razón, y creían no volver a encontrarse jamás. A veces, hasta no se dejaban dormir, molestándose el uno al otro telepáticamente. ¿Hay algo más absurdo que amarse y dejarse ir?
Y María prefería recordarlo cada minuto del día, mientras que él sólo la recordaba cuando una de esas cosas de la mente te hacen recordar a alguien importante.
Es cierto; eran muy diferentes. A él le gustaba callar y ella vivía gritando, ella quería saltar y él sólo quería olvidar...
Cuando él la dejó, ella se sintió morir. Él, en cambio, prefirió aparentar. Siempre aparentar.

Hace seis meses que María no deja de esperarlo. Lo busca, en cada esquina, casi silenciosamente, anhelando que aparezca sencillo... sólo para poder apreciarlo con la mirada. Él no dice nada. En el fondo, a veces la busca, desesperadamente... y quiere gritar, quiere gritar que su corazón no vive feliz sin su sonrisa, pero no puede.
Y ella sigue así, resignándose cada día un poco más, despertándose con nuevas esperanzas, cerrando los ojos y esperando a que él abra la puerta. Pero no sabe... María todavía no sabe que él, aunque muy en el fondo, también la espera. El problema es que él tampoco lo sabe.
Y eran aproximadamente las nueve de la noche... María salía a respirar y él volvía del trabajo a su casa. Entonces en cualquier esquina, de repente, se reconocen. Ella tiembla. Él mira para otro lado. Pero sucede justo ahí; en ese mismo instante: cuando los corazones ceden... y es entonces cuando María se acerca, a un veloz paso, y los dos se miran de cerca (muy de cerca) para reconocerse. Entonces ya no importa el volver a casa, el respirar, ni siquiera importan los seis meses que esperaron doliendo. Él la acaricia. En sus gestos se percibe que extrañaba todo el tacto de su piel. Ella sonríe. Cierra los ojos anunciando la satisfacción, el placer de volver a amar. Y no se sabe cómo, pero algo le dice a él que la tiene que besar. Y lo duda demasiado, hasta que ella abre los ojos. Y entonces... entonces saben que, separados o no, van a vivir enamorados para siempre.


Evelyn Reggina.

viernes, 7 de enero de 2011

Espera.

Él vive esperando. Espera el taxi, la comida, una respuesta, el colectivo, fin de mes, las vacaciones, un amor, dos regalos, un auto, una llamada, un final, un sentimiento, algún premio y unos cuántos kilos menos.
Antes de dormir, espera a que le llegue el sueño y antes de despertar espera el sonido, poco anhelado, del despertador. Espera a que lo atiendan en el médico, espera su cumpleaños, espera que sus sueños se cumplan.
Cuando cierra los ojos espera un beso y cuando los abre espera que nadie sepa lo que está esperando. Él espera a que el café esté caliente -después frío- y espera que termine esa canción para pasar a la otra. Él espera un treinta por ciento de descuento, el tren, que le alcancen las monedas.
Espera que un día, ella se acuerde y alguna señal le diga que él la está esperando. Él espera a que se haga las dos, a que el agua hierva, a que el globo se infle, a que el perro olfatee la mitad de la vereda en su paseo matinal. Él espera. Espera, espera, espera.
Hasta que un día se despierta, abre con pereza los ojos, mira su reloj y se da cuenta... de que ya es demasiado tarde.

Evelyn Reggina.

martes, 4 de enero de 2011

Y Viceversa

Unas voces le impedían continuar su lectura. Y de repente el número setenta y ocho de alguna página se despegaba y caminaba hasta desaparecer. Pero esto ocurría sólo cuando ella miraba de rehojo; de otra manera no podría el número escaparse con tanta simetría y algo de eso -quizá perdido- llamado seguridad.
Lo cierto es que si ella fijaba su mirada en la curva de aquel elegante, y no por ello cordial ocho, éste permanecía intacto, en su mismo centro, conservando total latitud.
Y luego vacilaba pensando en lo absurdo que suena haber viajado hacia arriba y hacia abajo en ascensor numerosas veces conversando todas y cada una de ellas del clima (entiéndase el calor que hace afuera o es muy probable que llueva más tarde).
Su cabeza muchas veces reaccionaba y comprendía lo mágico -o quizás lo trágico- (palabras con igual resonancia pero transparente es la diferencia entre sus significados) de relacionarte con mucha gente un día de Sol. Todos van para el mismo lugar.
Cecilia, harta de los caprichos de su madre, estilaba redundar en los detalles. Y allí, sentada en una sala de espera de paredes blancas, se preguntaba de qué viviría la chica que preguntaba nombre y apellido desde un escritorio. Quizás por su lenta forma de caminar, en su familia jamás habían existido fuertes discusiones. ¿O acaso su pelo largo, que parecía ser suave y brillante, translucía su alta autoestima y cuidado por ella misma?
La camisa blanca que llevaba podía descubrir que ella era un alma elegante, ubicada y respetuosa. Sin embargo, su mirada cansada no expresaba lo mismo.
De su cartera salía un folleto de la próxima opéra. Tal vez llegó ahí por casualidad o tal vez realmente le gustaba y teníamos aquí a una fanática.
Y ahora ella, que se ríe de conversar diez veces del clima en el ascensor, que usa anteojos y pregunta nombres y apellidos; se encuentra detrás de un escritorio, observando a una muchacha que la examina, concentrada, desde alguna silla de la sala de espera, e intenta descubrir qué pensará aquella joven con tan sólo mirarla fijo... pero no puede.

Evelyn Reggina.

sábado, 1 de enero de 2011

Respectivamente.

Once de diciembre del dosmilnueve. Amor. Mordidas. Besos. Abrazos. Sueños. Placer. Más mordidas. Más besos. Más amor. Comida. Libros. Colores. Vida. Alma. Cielo. Confianza. Amor. Un mes. Amor. Dos meses. Amor. Tres meses. Amor. Mentiras. Lágrima. Desilusión. Decepción. Traición. Más mentiras. Corazones rotos. Noche. Día. 18 de abril. Felicidad. Lágrima. Colores. Música. Amor. Crecimiento. Más amor. Felicidad. Libros. Dependencia. Diez del siete del diez. Independencia. Lágrima. Decepción. Depresión. Soledad. Anhedonia. Besos baratos. Desequilibrio. Libros. Amigos. Palabras. Cuadernos. Alma. Cuentos. Cielo. Gente (nueva). Amistad. Crecimiento. Felicidad. Contención. Soledad. Felicidad. Besos baratos. Equilibrio. Crecimiento. Viaje. Uruguay. Risas. Cuaderno. Abrazos. Pared. Psicodelia. Algunos amigos menos. Otros más. Libros. Música. Felicidad. Ganas. Pestañas. Ojos. Nariz. Boca. Sonrisa. Hoy.


Instrucciones para leerlo y sentir: Concentrados. Sin música de fondo. En voz alta. Sin interrupciones. Velozmente. (Quizás vayas sintiendo el nudo en la garganta que va apareciendo y desapareciendo a lo largo del año).


Evelyn Reggina.